Cerré los ojos e intenté escuchar la voz interrumpida
de la vida. Esta voz vieja que se repite desde otro tiempo para encontrar su
única verdad casi olvidada. Cada mentira de mi propia existencia que teje y
desteje los sonidos de mi alma en pleno silencio. Cerré los ojos y me atreví a
mirar al espejo de mi propia existencia con toda mi alma. Intenté escuchar el
delirio de las sobras humanas sin temor. Sin ganas. Después de la lluvia,
detrás de la luna. Sin pena. Con gracia. Y finalmente… consentí a lo que me
dictaba mi destino sin instinto. Consentí a lo que me dictaba yo mismo.
A veces, me siento como un náufrago triste y condenado
a su ausencia.
A veces, mi angustia despierta mi esperanza y ella por
compasión la ahoga y la deja cortada en dos partes absolutamente desquiciadas.
A veces, me siento como dos cuerpos separados, rotos,
remotos en medio de la noche. Quizás somos más de dos. Pero con una sólo vida.
Nuestro encuentro depende del tiempo. Y este tiempo no
tiene sueño. Observa los restos de la
humanidad y espera… Escribe, se calla sonriendo y desea… Espera el despertar de
la conciencia, su revolución insospechada tras un conocimiento de profundidad,
un espejismo lleno de verdades aun cuando mienten sus ídolos. Desea una
sensación pura de lo humano, de lo divino, de lo desconocido, de todo lo que
define nuestra percepción humilde.
Y
es esta sensación la que nos transmiten Los
cuerpos remotos de Roberto García de Mesa. Es esta sensación purificada la que
abre los ojos de la observación del arte a través de una perspectiva filosófica
de las cosas. La naturaleza humana es el común denominador que conecta los
sentidos que definen la existencia humana y así nadie puede escapar de su
espejismo, de su ídolo, de su propia verdad.
En
un “Bestiario” es el espejismo del cosmos el que se refleja en nuestros ojos
cerrados. Allí nos encontramos por medio de símbolos la estructura de cada tipo
de bestia. El espejismo del mundo a nivel social, político y personal. Distintos
cuerpos, internos, ajenos, también remotos, forman una alegoría sabia que sigue
apareciendo en todo su libro como la sombra transparente de un hombre, tal vez
de su alter ego, la de Dios. El ambiente exiliado, las culpas antiguas, la pura
conciencia son un secreto común bien guardado por todos los seres. Hay un
acuerdo secreto entre el hombre y su divinidad. Las sombras lo conocen desde
sus movimientos ágiles. Pero no
hay voz, no hay luz, no hay mandato. ¡Solo observación! Del delirio, de la
revolución. Observación de la relación entre víctima y abusador, observación de
las posibilidades de las cosas, de los contrarios, del destino, del instinto,
del azar. Observamos las nubes apartando, nuestros sueños flotando, nosotros
mismos formando nuestras bestias. De repente, la niebla se desvanece. Pero la
revelación… es que siempre llega tarde.
En
“Retórica”, el juego de las palabras nos lleva a la isla del lenguaje donde no
hay tiempo y las cosas no tienen nombre. Viajamos a través del sonido oculto de
las cosas con el fin de que las descubramos y las definamos de nuevo. Nos
esperan las letras abandonadas de un pasado marginal, de un presente
discordante, de un futuro ominoso. Nos espera la propia escritura. Las voces
del tiempo. Sus vidas eternas. Nos esperan los héroes trágicos para decirnos
sus íntimas verdades. Ahora se dan cuenta de su ruta común en la vida, de sus malditas
semejanzas y de sus benditas diferencias. Un argumento trágico se está revelando
delante de nuestros ojos que siguen observando, lo cual se parece tanto a
nuestra propia vida. El alma de la creación. Para crear, tienes que perseguirte
a ti mismo, debes enfrentar tu propia sombra para probar la redención. Debes separarte
de ti mismo, tener más de dos ojos, más de un cuerpo. Debes ser sacrificio, una
ofrenda sagrada en las manos del público que también te está observando. Ello será
el juez de tu juicio. La importancia de la interacción con el público, lo cual
te juzga en cada momento, es existencial. Se trata del juego fatal del
espejismo. La demagogia, que
es el ojo que perjudica los contornos de las cosas, está esperando el momento
oportuno para su invasión. Para cambiar algo en el flujo incesante de los
eventos. Pero hay una línea que une las palabras. Hay una línea perseverante
que une su pasado común, su apartado ahora, para formar el futuro lejano.
Hay una línea locuaz. Hay un diálogo. Una Retórica desde el principio
imperante de los tiempos. Oímos el delirio galopante de las palabras, el sonido
tenaz de sus voces. Las proyectamos del olvido errante a la memoria entronizada.
Las pronunciamos. Las susurramos. Hablamos. A veces, hablamos en pleno silencio
en medio de una oscuridad tangible. Es verdad que el silencio devora al creador y la oscuridad siempre
extiende sus manos familiares a su sombra penetrante. Pero hay algo más
allá de lo previsto. Algo que solo se siente. La vida continúa... Las palabras
continúan dibujando un gesto rotundo, un movimiento lineal a contraluz. La
sensación continúa… y al fin ella nos queda como vestido íntimo, eternamente.
La sensación que une los sentidos. Si cerramos los ojos, escucharemos nuestro silencio,
nuestro diálogo variable y descubriremos la pronunciación verdadera de las
palabras, los significados fugaces, nuestra propia retórica, nuestra verdad solitaria
y solemne.
Y luego obedecemos
a la voz alta del demandante primitivo entrando en el jardín de los pecados
humanos. Hay que contemplar el acto crucial volviendo al principio, despojando
las partes cubiertas con flores de un sol hostil. Hay que sumirse en la
oscuridad de los sueños interpretando las visiones de la creación. Mientras
todavía no amanece.
En “Jardín Barroco”,
observamos cómo se puede encontrar la inspiración. El cuerpo de la humanidad
está dividido en partes innumerables de cristal, partes de carne y de alma tan
solo parecidas a partes de seres humanos que han olvidado su luminosa divinidad.
Quedan solo sus magras sombras de rostros moribundas llorando en el aire sutil.
Averiguan su aura. Sospechan quién les ha robado sus vidas y lo siguen
buscando. Con angustia, con furia y pesadumbre. El dolor denigrante es el mismo
en todos los tiempos cuando buscamos algo que no es suficiente para nuestras
vidas. Cuando buscamos nuestro objeto fugitivo. Nuestro ídolo instintivo. Observamos
el género humano con atención y buscamos... Miramos el tiempo en los ojos, el
ego que se identifica con el mundo y buscamos... La revelación del gran secreto.
Su clara verdad. Se llama “duda de la existencia” y después de haberla
encontrado, evolucionamos. A solas, encontramos nuestras partes de cristal, las
unimos, y así formamos nuestro espejo durable. Nos revolucionamos. Nos
preguntamos a nosotros mismos sobre la existencia pero las respuestas de Dios
que escondimos en nuestros cuerpos -ahora ya unidos- conllevan el
enfrentamiento con nosotros mismos. Lo humano se sitúa en contra de lo divino. Su
espejismo es una práctica de un proceso eterno. Un espejismo lleno de vanidad. La
vida aparece con su sentido trágico construida por silencio y soledad pero son éstos
nuestros cuerpos remotos, es nuestro mundo cautivado el que nos conecta con
todos los tiempos. Las palabras abandonadas, sus ojos cerrados, sus sombras
magras, sus perfumes intensos, sus visiones nocturnas… sus tormentos amargos
bien sumidos en el alma de nuestros sueños. Y todo provoca una vibración. Una
tormenta que nos despierta del silencio. Una lluvia que redime el creador a
través de la visión de su ego. La vida continúa… para terminar. Pero… también
hay algo más allá de lo previsto. “Todo lo que muere nunca termina”.
La pura verdad se halla en los espacios intermedios
que cada existencia lleva consigo. En el oído lamentable de la noche, en el
susurro confuso de las palabras, en la transformación momentánea de la cosas. En
la profundidad del silencio. En su intensidad. En el movimiento penetrante de las
sombras, en el sueño constante de los siglos, en el olvido bendito, en la
memoria maldita. En la percepción de la duda.
Para crear, para escribir la historia del tiempo,
desde la conciencia existencial que nunca concluye, nuestra transformación en un
medio entre el ascenso y la caída es imprescindible. La fijación en la voz
divina que nos dice que “No nos pertenece nada y nos pertenece todo” nos deja
viajar a través de nuestras partes separadas. Con un alma unida por una sólo vida.
Nuestra realización de lo efímero y de lo eterno nos dicta la reconstrucción de
nuestro espíritu. Y ya nada puede permanecer igual. Apenas lo encontramos, nos liberamos.
“Olvidamos la piel del todo para sentirlo todo de nuevo”. Y es este
renacimiento el que nos dicta la verdadera sensación de las cosas. La sensación
que continúa eternamente en todas las partes separadas o unidas… Ésta es la
sensación autentica de las cosas. La inspiración original. La inspiración de
los cuerpos remotos de Roberto García de Mesa.
Πηγή: «El perseguidor», número 140, Domingo 10 de marzo
de 2013