Ati Solerti
AQUELLA NOCHE, las horas en el exilio de su mente pasaban de manera
diferente. Sentía que ya no podía
controlar ese pasaje. El reloj de arena que le miraba desde el fondo de su
existencia le recordaba que era su visitante
permanente en la celda cristal de su
prisión asfixiante. La soledad de sus pensamientos sonaba como voces mezcladas
con llantos y susurros llenos de agonía y de frustración. Esa música agobiante
ya no podía soportarla. Sabía que tenía que hacer algo para escaparse de allí,
pero tenía miedo. Miedo hacia el desconocido de su subconsciente. Y era una
tarea difícil, acaso imposible sumirse allí.
Aquella noche, que se parecía tanto al día oscuro que le acompañaba
desde el principio, estaba solo. Solo,
frente a una vida universal. Frente a
instantes mundiales que espejeaban momentos
perdurables. Su vida era solo su verdad. Una vida llena de memorias proscritas,
repletas de lágrimas
evaporadas por la tragedia que sella la
creación. Solo quería mirarse en el cielo para afirmar si podía discernir a
quién veía en sus estrellas iluminadas.
Solo quería sentir el golpe del viento
en sus mejillas deformadas por el flujo de un sudor expirante. Solo quería sentir
si ya podía sentirse.
Aquella noche su peso era tan insoportable como la carga inhóspita del
mundo en los hombros de Atlas, como la
piedra enorme de Sísifo hacia una vida construida más arriba de lo que él podía
imaginar. Y estaba solo frente a ese castigo irreparable que parecía que se
repetía cada vez de manera más cruel pero tan familiar. Y ese castigo ahora le
exigía algo suyo. Quizás pedía justicia, pero esa justicia no la pedía de él. Y
él… perdido dentro de tanta oscuridad confusa ya no podía observar quién era el
juez que aplicaba la ley no escrita de su condena indefinida. Y en cuanto a los
dioses… ellos han preferido asumirse en su mente marginada como concepciones
errantes o demasiado distanciadas de lo que sucedía allí abajo. Y él…, aún estando
allí, no solo culpable sino también inocente, con los ojos vueltos hacia un
enigma constante y tenaz que le perseguía, iba mirando sus dudas enfrente…
Después de tantos intentos y esfuerzos para poder conseguir la reunión
deseada de las partes fugaces de su
mente abstraída por las canciones
impuestas de su
memoria eterna, por fin sintió que había encontrado la manera de liberarse de
ese martirio perpetuo. Las dimensiones de la existencia hojeaban el libro de la
humanidad, desvelando la estructura
intensa de sus costumbres comunes, las
figuras distintas de tantos seres y
otros no-seres mientras las estaciones
se sucedían y las epocas dejaban sus
sombras encantadas en todas partes sobre
la tierra. Ese enemigo invisible
le revelaba su pasado, su presente y su
futuro, y no era un desconocido.
Le recordaba que las cosas, en cada
realidad, eran tan parecidas entre sí como siempre, aunque solían vestirse de
manera diferente mientras pasaban las horas en el exilio circular de su mente.
Y no dejaba de observar la vida... que era también la suya. Hasta que... de
repente entró en los ojos de un murciélago que pretendía buscar refugio aquella
extraña noche... y pudo ver al fin el cielo suplicando lluvias, pudo sentir el
golpe oculto del viento en sus mejillas ya desaparecidas. Pudo oír los secretos
de cada presencia como una onda profunda y confesional, pudo sentir la nada de
su existencia hundiéndose en la vanidad que le prometía su continuidad
eufórica. Sin embargo, él... aquel momento, estaba ausente.
Aquella noche, las voces de sus pensamientos le pedían respuestas y él estaba
dispuesto a encontrarlas. Las cosas buscaban las relaciones causales
que les unían y un murciélago pedía que alguien
le devolviera sus ojos. La esperanza inesperada le golpeaba la puerta de su
percepción, mientras la música de su agonía continuaba. Él... siendo el mismo y
tan diferente a la vez, decidió destrozar las melodías de cada antes y cada
después, de una manera pacífica, redentora y justa, al menos por él. El reloj
de arena que le miraba desde el fondo de su existencia le recordaba que era su espejo
natural, su alter ego locuaz en la celda transparente de su prisión reflectante.
Y en ese preciso segundo..., momento..., instante... (por si tiene alguna
importancia) se dió cuenta de sus orígenes y de todo lo que verdaderamente era.
Aquella noche, que se parecía tanto al día oscuro que le acompañaba desde
el princípio, estaba solo. Solo frente a su reflejo de cristal. Solo... miraba
allí y la única cosa que veía era EL TIEMPO.
(Microrrelato
inédito de la colección que se titula Espejismos, Cuaderno Ático, número
9.5, junio de 2018)
P. S. Este microrrelato lo escribí hace mucho tiempo
directamente en castellano. ¡Muchas gracias al poeta y traductor Juan Manuel Macías
por la hospitalidad!